Opera Eucharistica

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Adoremos in Aeternum Sanctissimum Sacramentum

Devociones...e impiedades
Abril 2025

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Rvdo. Padre RAFAEL IBARGUREN SCHINDLER

Consiliario de Honor de la Federación

Encima del obelisco de la plaza de San Pedro hay una cruz que evoca el lema de los cartujos: “Mientras el mundo gira, la cruz permanece de pie” ¡Cuánto giran en nuestros días las cosas en el mundo! Arrodillados en espíritu ante Jesús Hostia, decimos: ¡Mientras todo gira y a veces locamente, la Eucaristía permanece y fulgura en la Iglesia inmortal!.

En un devocionario que cuenta con una carta de encomio del Papa Benedicto XV fechada en el año 1917, me deparé con una plegaria dirigida a Jesús Eucaristía que resulta apropiada para los tiempos de Cuaresma, Semana Santa y Pascua que estamos viviendo.

Antes de trascribirla, un comentario que parecerá nostálgico, más que en realidad es de desconcierto y de inconformidad. ¿Cómo es que fueron desapareciendo esos libritos de piedad, subsidios útiles para la vivencia de la fe de que se servían nuestros abuelos? En la mesa de noche, en algún bolsillo, en la cartera o en el portafolio, el pequeño vademécum solía estar a mano.

Lo cierto es que, de un tiempo para acá, mientras había quienes proclamaban que una espiritualidad más “comprometida” y adulta dispensa muchas de esas letanías, novenas y lecturas piadosas contenidas en los devocionarios, se dio que numerosísimos bautizados pasaron a vivir totalmente al margen de Dios y de la Iglesia. ¿Estadísticas? ¿Para qué recurrir a ellas si ese fenómeno es de dominio público?

Es verdad que los devocionarios no son indispensables para la práctica de la religión; pero ¡cuánto contribuyeron para su enriquecimiento! En todo caso, no se debe generalizar ni tampoco dramatizar; la religiosidad permanece siempre viva y se desarrolla, inclusive como saludable reacción a la irreligión. Después de este desahogo, vamos a la oración. Leámosla pausadamente:

¿Qué tengo yo ¡Oh divino Prisionero!, que Tú no me hayas dado?

¿Qué sé yo, que Tú no me hayas enseñado?

¿Qué valgo yo, si no estoy a tu lado?

¿Y qué merezco yo, si a Ti no estoy unido?

¡Perdóname los yerros que he cometido!

Me creaste sin que lo mereciera, y me redimiste sin que te lo pidiera.

Mucho hiciste en crearme, mucho en redimirme, y no serás menos poderoso en perdonarme.

Pues la cuantiosa sangre que derramaste y la acerba muerte que padeciste…

no fue por los ángeles que te alaban, sino por mí y los pecadores que te ofenden.

Si te he negado, déjame reconocerte; si te he injuriado, déjame alabarte; si te he ofendido, déjame servirte.

Porque es más muerte que vida la que no está empleada en tu santo servicio.

Amén.

Este texto podrá meditarse junto el “Divino Prisionero” expuesto en la custodia, reservado en el sagrario o estando en nuestro pecho después de comulgar. Será una ayuda para elevar la mente y el corazón al Señor.

Ayuda… ¿de qué valor?

Es claro que no estamos ante un poema místico de un San Juan de la Cruz, ni de un escrito propio de ser laureado por alguna academia de letras, lejos de eso. Digamos tan solo que el estilo de la composición es sobrio y sin pretensiones líricas, aunque la poesía se insinúa. El mensaje es piadoso y plenamente teológico. Esta sencilla oración focaliza realidades sobrenaturales propias a mover la voluntad e inflamar los sentidos. “Me creaste sin que lo mereciera, me redimiste sin que te lo pidiera; mucho hiciste en crearme, mucho en redimirme, y no serás menos poderoso en perdonarme…” ¡lindos pensamientos y cuán consoladores!

Ahora, sucede que solemos desconsiderar muchas verdades sabidas, precisamente porque son conocidas y evidentes; hasta pueden llegarnos a parecer infantiles de tan elementales, cuando a menudo son la roca sobre la que se construye un edificio de valor. Y, lo peor, es que a veces se corre atrás de utopías o caprichos para satisfacer la sed de Dios. Por ejemplo, hay una “moda”, ya algo rancia, pero que aún campea en ciertos medios eclesiales: interesarse por espiritualidades ajenas al cristianismo como la creencia en la reencarnación o la práctica del yoga, cuando tenemos extraordinarios tesoros en la Revelación y en el Magisterio de la Iglesia que son más que suficientes para colmar nuestras ansias de bienaventuranza ¡la Eucaristía, por ejemplo!

Sí, los devocionarios de nuestros mayores, con sus rezos y lecciones, nos hacen falta. Alguno dirá por ahí que el celular o el móvil puede remplazar al devocionario, pues en él se consigue almacenar y transmitir oraciones y lecturas piadosas; se sabe que hay personas que utilizan el teléfono para orar… Pero ¿se precaven de todo el veneno que circula en las redes sociales? ¿Qué filtro o garantía contra eso tienen en sus móviles, donde “cohabitan” – la palabra no es ajustada – Dios y el diablo? Los devocionarios solían contar con un imprimatur de una autoridad eclesiástica competente y, eso sí, estaban a años luz de ser ocasión próxima de pecado… Y ¿qué decir de la llamada “inteligencia artificial” (IA), dos términos que no cuajan juntos, con la cual también dicen rezar algunos originales?

En todos los tiempos – hoy parece que ya no es tan así – “inteligencia” fue sinónimo de talento y de argucia, mientras que la palabra “artificial” evocaba simulación o precariedad, al menos en su acepción más corriente. Ni hablemos de las consecuencias de seguir piadosamente los dictámenes del artefacto.

Hasta hay un “bonzo” de la IA que profetizó que vendría la “era de las máquinas espirituales”, un verdadero disparate. Robótica y devoción son cosas que tampoco se coadunan. Si la práctica religiosa decae, no será la tecnología que vendrá en socorro de la fe católica y teologal, no de la fe artificial…

En ocasiones, la religiosidad en el pasado pudo tener lagunas como falta de substancia o exceso de sensiblería. Hoy la incredulidad galopante va ganando los corazones y sepultando los anhelos de vida eterna. Sí, el mundo gira locamente, pero la Cruz está siempre de pie y el banquete eucarístico se sirve a diario, lo que es prenda de esperanza y de victoria.

Mairiporá, abril de 2025.

 

Beneficios de la Comunión Sacramental
Marzo 2025

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Rvdo. Padre RAFAEL IBARGUREN SCHINDLER

Consiliario de Honor de la Federación

Los provechos que la Comunión trae para el alma son varios e inmensos.

Tratemos de los principales. Sabemos que al recibirla se robustece la vida espiritual, porque Dios, al tomar pose de una persona que comulga la “deifica”. Además de alimento que nutre, la Comunión es medicina que cura, perdonando las faltas veniales y algunas veces inclusive hasta las mortales.

Pero… ¿cómo es eso de que “perdona algunas veces las mortales”?

¿Acaso no se debe comulgar en gracia de Dios, es decir, sin estar en pecado mortal?

Sobre este particular, Santo Tomás de Aquino, esplendor de la ciencia teológica, escribe: “(…) este sacramento no produce la remisión del pecado en quien le recibe con conciencia de pecado mortal”. La afirmación es precisa e inequívoca, es la enseñanza de la Iglesia de todos los tiempos. Pero inmediatamente agrega: “Puede, sin embargo, este sacramento producir la remisión del pecado de dos maneras. Una, no recibiéndolo en acto, sino con el deseo, (…). Otra, recibiéndolo en pecado mortal, pero sin conciencia ni afecto a este pecado. Puede darse, en efecto, que en principio uno no esté suficientemente contrito, pero que, acercándose devota y reverentemente a este sacramento, consiga de él la gracia de la caridad, que perfeccionará su contrición y le otorgará la remisión del pecado”. (Suma Teológica, Parte III, cuestión 79, artículo 3). “Puede darse”, dice, suponiendo tratarse de una rareza.

Por su parte, sobre esta delicada materia, el P. Tomás Bagues OP, explica:

“Indudablemente el sacramento de la Eucaristía tiene eficacia para perdonar los pecados mortales porque contiene a Jesucristo en persona; pero atendido en que está en forma de alimento espiritual, y para poder alimentarse es preciso vivir, no puede experimentar sus efectos reparadores el que está muerto por el pecado. Sin embargo de ello, cuando alguno lo recibe creyéndose de buena fe en gracia de Dios, aunque así no sea, la buena fe lo salva, y el sacramento borrará las culpas no perdonadas (LXXIX, 3)” (“Catecismo de la Suma Teológica”, Ed. Difusión, Buenos Aires, año 1945).

¡Qué importante es considerar una verdad dentro de la riqueza de matices que suele comportar!

Sabemos igualmente que la Eucaristía nos preserva de cometer nuevos pecados, nos hace dichosos, nos infunde gracias y dones divinos, nos prepara para la muerte y es prenda de resurrección y de vida eterna.

Más hay otro beneficio del que poco se habla y que es de grandísima utilidad para la vida en sociedad: es que la Comunión nos une con el prójimo.

De este beneficio específico trató el célebre jesuita flamenco Cornelio a Lápide; reproducimos y comentamos sus aportes, aunque sin el cuidado de poner entre comillas lo que es redacción de su autoría. En todo caso, la transcripción que sigue respeta su enseñanza que es patrimonio común de nuestra Iglesia:

La Eucaristía se llama comunión o unión común por cuatro razones: La primera es que la Eucaristía es un alimento común a todos los fieles. La segunda es que recibimos el mismo manjar: el cuerpo de Cristo, con lo que todos constituimos un solo cuerpo. San Pablo nos da la tercera razón: “El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan” (1Cor, 10, 16). La cuarta razón es que la Eucaristía, uniéndonos a Jesucristo, comunica a todos y a cada uno, los méritos del mismo Jesucristo.

Así oró Jesús en la última Cena al Padre: “Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros” (Jn. 17, 11). Este deseo de Jesucristo tiene su cumplimiento en la sagrada Mesa.

La unión de todos los fieles por la sagrada Comunión es tan verdadera y tan perfecta, que los santos Padres la llaman unión física. Se dice que la religión pide mucho de nosotros cuando nos manda que estemos todos estrechamente unidos de corazón y de afecto, de alma y de espíritu con el prójimo, como en los primeros siglos de la Iglesia. Pero la religión pide y dice más: dice que estamos todos unidos corporalmente por la Sagrada Eucaristía, y que el cimiento de esta unión es la misma Eucaristía, la carne de Cristo. Si mi cuerpo está unido al Cuerpo de Cristo con la Comunión, y el Cuerpo de Jesucristo está unido al cuerpo de mis hermanos, mi cuerpo y el de mis hermanos están realmente unidos en este sacramento de amor.

Unidos tan noble y santamente en cuanto al cuerpo ¿habríamos de estar separados y divididos en cuanto al corazón? Con el prójimo, con los que Dios pone en nuestro camino, toca tener una relación atenta y un trato amable, evitando disputas y cualquier enemistad, como sucede – o debería suceder, pues no siempre es el caso… – entre los hermanos de sangre.

La Comunión es, decíamos, lazo de caridad hacia el prójimo. No solo porque recibimos al mismo Dios que nos manda amarnos unos a otros y perdonarnos mutuamente, sino también porque recibimos al Dios que ha unido el ejemplo al precepto, que ha amado a todos, y ha perdonado y dado gracia a los más grandes pecadores. En la Cruz pidió a su Padre misericordia para los que de Él blasfemaban, para los que le mataban.

Al comulgar durante la Misa se da un espectáculo singular: una igualdad perfecta; allí no hay distinción entre inocentes y culpados, ricos y pobres, grandes y pequeños, fuertes y débiles. Todos están al lado unos de otros recibiendo el mismo alimento, recibiendo al mismo Dios. Allí no hay más que una sola familia, la de la Iglesia ¡que vive de la Eucaristía! La institución familiar está en crisis en la sociedad de hoy. Y entre los católicos, la conciencia de sabernos hijos de Dios y hermanos de todos los bautizados, también.

Hemos tratado de los beneficios de la Eucaristía en cuanto alimento. Si fuésemos a considerar los beneficios en cuanto sacrificio, no acabaríamos, son incontables. ¡La humanidad y la misma creación, encuentran en el misterio eucarístico su sustentáculo!

Mairiporá, Brasil, marzo de 2025

Presencia real... ¿fugaz o permanente?

Febrero 2025

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Rvdo. Padre RAFAEL IBARGUREN SCHINDLER

Consiliario de Honor de la Federación

En nuestros días se verifica una cierta deriva – mejor sería decir una deriva cierta – en algunas opiniones volcadas en escritos y declaraciones por parte de quienes pasan por teólogos, biblistas o peritos en liturgia… como si para hacer valer esos títulos, además del diploma de rigor, no fuese necesaria la fidelidad a la Revelación y al Magisterio. Porque a la “manía de novedades” que ya León XIII evocaba en el título de su encíclica Rerum novarum, se suma en los tiempos actuales un tenaz relativismo doctrinario y práctico.

Consideremos que un error no es irrelevante cuando atenta contra un punto central de la fe y pasa a tomar aires de ciudadanía en el cuerpo eclesial.

Pues bien, de modo explícito o insinuado, hay quienes sostienen que, dado que la Eucaristía fue instituida para ser alimento, solo se concibe darle culto apropiado en el marco de una Misa y recibiéndola en comunión. Esto equivale a suponer que la adoración fuera de la celebración no tiene mayor sentido. Cuando mucho, conciben la reserva del pan consagrado en un sagrario para llevarlo a los enfermos y… punto final. Eso de adoración solemne, procesiones con el Santísimo, vigilias nocturnas, ¿para qué, si en ellas no hay consagración ni comunión? Pues sí, en nuestros días hay quienes piensan así.

Algunos de esos innovadores van más lejos y llegan a sostener que la presencia real de Jesús se da solo en el momento en que la asamblea está reunida; acabada la celebración, se acaba la presencia. Suponen que esa noción se ajusta con lo dicho en el Evangelio: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Esa es su pobre, pobrísima, exégesis. Si esto fuera así, las asociaciones y carismas que promueven la adoración eucarística – por ejemplo, nuestra Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia – serían una extravagancia que una espiritualidad responsable irá limitando hasta lograr su extinción…

Dejemos de lado, y bien distante, la manía de novedades y las opiniones temerarias, y vayamos a las aguas límpidas de la doctrina católica, diciendo que el culto de adoración dado a la Eucaristía es una consecuencia lógica e inmediata del dogma de la Presencia Real. Desde su institución en la Última Cena, es incuestionable que la Eucaristía debe ser tenida en cuenta como el Emanuel, el Dios con nosotros. Lo que no sea eso, es demolición de dogma eucarístico y del mismo Evangelio.

Como una saludable reacción a los errores protestantes, en el siglo XVI la catequesis eucarística fue impulsada y con ella el culto a la Santa Hostia. En nuestros tiempos, el último Concilio Vaticano reafirma sin ambages la permanencia de Cristo en la Hostia consagrada, por ejemplo, en los números 5 y 18 del Decreto Presbyterorum Ordinis. También el Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI reza entre otras verdades de fe:

“La misma existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos.”

¿Se puede hablar más claro?

A su vez, otro importante documento posconciliar, el Catecismo de la Iglesia Católica, dice en su tópico 1377:

“La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura también mientras subsistan las especies eucarísticas.”

A bien decir, todos los Papas y todos los Concilios dan por supuesta la excelencia de la adoración eucarística fuera de la Misa.

Es triste constatar hasta qué punto la inapetencia hacia la Eucaristía campea entre los bautizados. ¿Quién no se acuerda que, aún en décadas recientes, al pasar frente a una iglesia las personas se santiguaban y, si podían, entraban para hacer una rápida visita al Santísimo? Esos gestos sencillos y al alcance de todos van muriendo, los templos son cada vez menos frecuentados, cuando no se mantienen cerrados, o se profanan o se venden.

Se cuenta que cierta vez un incrédulo confidenció a un sacerdote: “Me sorprende la indiferencia de los católicos por la Eucaristía. Si yo creyese en la presencia real, iría todos los días a arrodillarme ante Él.” Con sinceridad o con mofa, esa fue su declaración.

En todo caso, no se duda del pleno ajuste del culto eucarístico fuera de la Misa. Esta práctica tiene sólidos fundamentos en la reflexión teológica, en la veneración con que las especies sacramentales siempre han sido tratadas, en los frutos de santidad a que dio origen. Además, ¡de cuántos milagros eucarísticos está regada la historia del cristianismo!

Recientemente la pastoral de la Iglesia ha puesto oportunamente en relieve el culto de la Palabra, incluso en celebraciones fuera de la Misa. Pero ¡cuánto más apropiado es que sea dado culto a la Palabra hecha carne! Porque la adoración eucarística no es una devoción más, como, por ejemplo, el rezo del Vía Crucis o los sufragios por las almas del Purgatorio, que son, por cierto, devociones excelentes y tan recomendables.

“Este es mi cuerpo, esta es mi sangre, hagan esto en conmemoración mía”, palabras inequívocas dichas por Jesús horas antes de expirar, fueron como sus últimas voluntades, su testamento. Al día siguiente, desde la Cruz, nos dejaría también a su Madre. ¡Qué preciosos legados, la Eucaristía y María!

Al decir “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”, ¿habría Jesucristo escogido ese momento solemne para hablar de ficciones, engañar a sus discípulos, y arrojar a la Iglesia en la idolatría?

En desagravio por los errores y confusiones que corren a propósito de la Eucaristía, concluyamos diciendo la oración que el Ángel de Portugal enseñó a los pastorcitos de Fátima:

“Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Y te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman.”

Mairiporá, Sao Paulo, febrero de 2025.

Homenaje a un adorador ejemplar

Enero 2025

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Rvdo. Padre RAFAEL IBARGUREN SCHINDLER

Consiliario de Honor de la Federación

Un año nuevo se abre mientras se avivan en todas las inquietudes, los temores y las esperanzas. En esta emergencia, una cosa es segura: siendo Dios creador y Señor de todo, sin duda sacará provecho de lo que venga a suceder en 2025, a pesar de las maquinaciones del diablo y de sus secuaces.

Quien escribe estas líneas quiere, en este primer artículo del año, rendir homenaje a un alma profundamente eucarística que nos dejó el pasado 1 de noviembre, solemnidad de Todos los Santos: Monseñor Juan Scognamiglio Clá Días, Padre y Fundador de una vastísima obra en que se destaca la Asociación Internacional de Fieles de Derecho Pontificio Heraldos del Evangelio.

Trazo sobresaliente de su espiritualidad fue una ardorosa devoción al Santísimo Sacramento que practicó desde su más tierna infancia. Su irresistible atracción por la Eucaristía quedaba patente en el trato con todos, en sus homilías, en sus conferencias, en sus escritos, en las largas horas que pasaba diariamente ante el Santísimo rezando y trabajando. Sacerdote y formador ejemplar, celó por la excelencia de las celebraciones hechas en exacta obediencia a las rúbricas, por el decoro de los numerosos templos construidos bajo su orientación, por el ajuste y la belleza de la música litúrgica durante las Misas, en fin, por el cuidado en todo lo que toca al servicio del altar: vasos sagrados, ornamentos, dignidad de los celebrantes, acompañamiento de la asamblea, etc.

Podrían citarse más ejemplos de su encanto por la Eucaristía, pero no caben en este artículo que debe ser breve. En todo caso, citemos solo otros tres:

1.- En la casa madre de los Heraldos del Evangelio situada en un antiguo edificio benedictino del barrio Jardim São Bento de la ciudad de São Paulo; en la Basílica Nuestra Señora del Rosario de Fátima que está en Caieiras; y en la casa de estudios superiores Lumen Profetae en Franco da Rocha, estableció la adoración perpetua con perfecta organización.

2.- En los distintivos o insignias oficiales de las tres sociedades de Derecho Pontificio por él fundadas (Heraldos del Evangelio, Virgo Flos Carmeli y Regina Virginum) figura en destaque una custodia con el Santísimo Sacramento. Los miembros de esas sociedades portan esos símbolos, haciendo ver a los ojos de todos cuán central es la adoración eucarística en su espiritualidad.

3.- Junto a sus hijos espirituales y entre todas sus relaciones, se empeñó en hacer conocer lo que estipula el canon 917 del Código de Derecho Canónico, que faculta a los fieles recibir la Sagrada Comunión una segunda vez al día, siempre que lo hagan participando de una Misa. Hizo saber cuánto pudo ese privilegio, demasiado ignorado entre los católicos, con lo que benefició a incontables almas que pasaron a comulgar con más frecuencia.

Y ya que hablamos del beneficio de la comunión sacramental, concluyamos con una reflexión de su autoría que se refiere a la duración de los efectos de la Eucaristía en quienes la reciben en comunión. También sobre este particular, muchos desconocen lo que nos señala Mons. Juan. La cita está tomada de su obra en siete volúmenes Lo Inédito de los Evangelios, editada por la Libreria Editrice Vaticana en 2014:

“A veces cometemos el error de creer que cuando comulgamos, Jesucristo permanece en nosotros tan sólo los cinco o diez minutos que duran las Especies Eucarísticas. Se trata de una realidad espiritual mucho más profunda. De hecho, incluso al cesar la Presencia Real del Señor, en el alma ‘permanece la gracia, porque, habiendo recibido este Pan de Vida en gracia, ésta permanece en el alma’, como el mismo Dios reveló a Santa Catalina de Siena.

“Consumidos los accidentes del pan — continúa la misma revelación — dejo en vosotros la huella de mi gracia como el sello que se pone sobre la cera caliente. Separando y quitando el sello, queda en ella la huella de aquel. De este modo, resta en el alma la virtud de este Sacramento, es decir, os queda el calor de la divina caridad, clemencia del Espíritu Santo. Queda en vosotros la luz de la sabiduría de mi Hijo unigénito, que ilumina los ojos de vuestra inteligencia para que conozcáis y veáis la doctrina de mi Verdad y de esta misma sabiduría”.

“Por la Santa Comunión se renueva en cierto modo el augusto misterio de la Encarnación”, asevera con autoridad San Pedro Julián Eymard. El padre Royo Marín es más afirmativo: “En el alma del que acaba de comulgar, el Padre engendra a su Hijo unigénito, y de ambos procede esa corriente de amor, verdadero torrente de llamas, que es el Espíritu Santo”. En virtud de la unión eucarística, el alma del fiel “se hace más sagrada que la custodia y el copón y aún más que las mismas especies sacramentales, que contienen a Cristo, ciertamente, pero sin tocarle siquiera ni recibir de Él influencia santificadora”.

Todo lo que Mons. Juan nos enseñó con su palabra y con su pluma, lo vivió intensamente dando un espléndido testimonio. Desde el cielo, él podrá hacer mucho más por la exaltación de la Iglesia y el bien de las almas de lo que realizó en los 85 años de fecunda vida de católico militante. La evocación de su figura y estas palabras citadas de su autoría, son de molde a estimular a las personas a acercarse con frecuencia a la mesa eucarística “llena de toda delicia y grata a cualquier gusto” (Sab. 16, 20); mucho más, por cierto, de lo que lo fue el maná del desierto, pálida prefigura del sacramento.

En un católico fervoroso — ¡y cuánto lo fue en la tierra Mons. Juan! — la familiaridad con la Eucaristía está permanentemente al alcance: ya sea que se esté adorando al Señor ante el altar, el sagrario o la custodia, ya que se lo reciba sacramentalmente, ya que se acuda a Él en reiteradas comuniones espirituales, la Hostia Santa es una segura, benéfica y constante compañía.

¡Qué lo sea para ustedes, queridos lectores, a lo largo del año que se inicia!

Mairiporá, Sao Paulo, enero de 2025

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